sábado, 3 de octubre de 2009

Las fronteras también son mentales

Por Manuel Antonio Velandia Mora[1]
España, septiembre 26 de 2009

Más que seres lógicos, somos seres emocionales que actuamos y algunas veces pensamos. Las emociones son supremamente importantes, porque dependiendo si nos movemos en la emoción del amor, del odio o de la indiferencia, las relaciones que establecemos son bien diferentes.

Cuando llegué a España como resultado de un atentado contra mi vida y de amenazas de muerte que se extendieron también a mi familia, lo primero que sentí fue la necesidad de quitar de mi vida el odio, si este existía. Es verdad que me resulta difícil amar a quienes en su falta de amor se atrevieron a lanzar una granada contra mi residencia, pero por lo menos he podido lograr que en muchos momentos de mi vida me sean indiferentes. Ello no quiere decir que me haya hecho menos crítico o menos combativo; es más, me he hecho más radical, aun cuando también he logrado ver las cosas con más tranquilidad y menos vehemencia.

El tiempo pasa y las estaciones cambian tan rápido que aun no me acostumbro a ellas. Dos años y medio en espera es mucho tiempo; este es el tiempo que ha pasado desde el día en que aceptaron en España mi caso de solicitud de asilo político y por discriminación sexual.

La primera disyuntiva fue decidir si vivía en un centro de apoyo para refugiados de la Cruz Roja, junto a otros solicitantes, u optar por vivir sólo, sin esa ayuda, y buscarme mis propios medios. Es difícil pensarme en un espacio compartido con muchas personas, con poca intimidad, comiendo siempre a la misma hora y esperando que todo suceda por decisión de otro. Es mi caso vivir en un refugio luego de haber vivido en mí propio espacio hubiera sido muy difícil, en efecto yo decidí buscarme mi propia subsistencia, a pesar de que mis ahorros se gastaban a una velocidad tres veces mayor a lo que era mi gasto cotidiano en Colombia, bueno la vida es mucho más costosa si pensamos en el precio de las cosas desde nuestra moneda. Es muy difícil empezar a pensar en euros si no los ganas.

Creo que el acierto más importante fue solicitar a la Universidad del País Vasco que me aceptaran como estudiante en el doctorado en psicopedagogía y que me hubieran dado el sí.
Estudiar ha sido una importante decisión, no sólo porque continuaba con parte de la cotidianidad de mi existencia, sino además porque me permitía estar ocupado y olvidarme por momentos de la soledad, el aislamiento y el dolor que me causaba dejar los míos (familia y amigos), mi casa, mis cosas y reducir mi vida a lo que cupo en dos maletas.

No dejé de sentirme triste, aun cuando luego de los primeros meses no lloraba sino cuando alguien me preguntaba sobre las razones para estar viviendo o estudiando en España y tenía que relatar parte de esa dolorosa historia de discriminación que me condujo a tomar la decisión de huir de Colombia.

El momento más triste que recuerdo de mi vida en España sucedió en Bilbao, al ir a CEAR – (Comité Español de ayuda al Refugiado) para solicitar su apoyo para presentar mi caso de asilo político y por discriminación sexual. Ya de por sí la mañana lluviosa me tenía algo cabizbajo cuando encontré en la calle, camino a CEAR, un gato tan negro como Menina, a quien tuve que dejar con mi ex–mi-amor, su padre putativo.

En la sede del Comité estaban haciendo algunas refacciones locativas y se vieron obligados a atenderme en la cocina, un espacio significativo para mí porque años atrás había descubierto que ese era el mejor espacio para dar apoyo emocional a quienes acudían a mí buscando ayuda. La abogada que me atendió con celeridad, respeto, ternura y sobre todo con mucho conocimiento me invitó a tomar café antes de hablar. Tomar café, es una excusa, un rito que es el punto de inicio de toda conversación con un amigo; un rito tan mío y de mi trabajo, que hacía parte del establecimiento del vínculo emocional con las personas a quienes servía en mi actividad profesional. Fue extraño que ella lo hiciera calentando el agua en el microondas, tal y como yo lo hacía; pero fue más extraño aún que lo hiciera en una taza similar a aquellas que compré porque me encantaba su color y su diseño, tazas que debí dejar como muchos otros objetos preciados y significativos por su historia.

Esa mañana lloré como nunca, lloré por la emoción que me generaban las coincidencias, lloré porque contaba con un hombro para hacerlo, lloré porque estaba junto a alguien quien comprendía plenamente mi historia, lloré porque me sentía sólo y aislado, gimoteaba porque mis gatas me hacían falta; pero sobre todo lloraba porque era un momento difícil: en ese instante estaba haciendo plena conciencia de que era un refugiado político, una víctima del paramilitarismo, de la incapacidad de algunos seres humanos para aceptar la unicidad de otros y el derecho que le asiste a Ser.

Intentar conseguir un primer trabajo fue muy difícil, además de que pasó mucho tiempo entre el momento en que me acerqué al INEM (Servicio Público de Empleo Estatal) para tener mi carné de desempleado y hasta cuando conseguí mi primer trabajo. En las entrevistas en el INEM y con la trabajadora social del Ayuntamiento me di cuenta que mi formación profesional no tenía ninguna valides si no estaba homologada[2], que mi experiencia laboral no podía ser certificada en España y que tan sólo podría trabajar, según dicha entidad, en aquello para lo que estaba capacitado, siempre y cuando fuera certificado es este país; mejor dicho, en nada.

Intenté acercarme a las asociaciones LGTB (de Lesbianas, Gay, bisexuales y Transexuales). Mi primer acercamiento fue a Gehitu, una de las asociaciones LGBT de San Sebastián. Ellos se interesaron en mi caso, decidieron apoyarme. Me hice socio. Encontré una organización muy diferente a aquellas que había conocido en otros lugares del mundo. Mi explicación para esa diferencia se centró en el hecho de que al haberse conseguido en España el matrimonio para las personas del mismo sexo, parecía significar que se habían acabado las luchas políticas, sociales y culturales.

Desde mi experiencia como militarte gay, como sociólogo y como político sabía que el cambio de la norma no cambia las conciencias y menos las relaciones sociales, porque se requiere especialmente un cambio cultural y éste es el más lento de todos los cambios. Allí participé de una actividad social y cultural muy activa, incluso hice montañismo con tal de sentirme integrado; eso sí, después de bajar sentado una montaña y sentir morir de pánico en varias oportunidades, lo abandoné pronto porque el miedo a las alturas fue superior a mi deseo de socialización.

Otro momento muy significativo ocurrió el día en que presenté mi caso de asilo acompañado por la Cruz Roja y cobijado por Gehitu. Fui el primer caso de asilo para estas dos organizaciones en San Sebastián, así que conmigo se aprendía el proceso tanto legal como de acompañar emocionalmente; por esa razón tuve como apoyo a una abogada de oficio, para quien mi caso no fue un oficio más. Sentí en ella un interés genuino por conocer mi historia, porque mi relato se ajustara a la realidad, pero también porque yo no le bajara peso a las ideas que exponía. No me había percatado de ello, pero esta mujer me hizo darme cuenta que como alternativa al dolor había preferido el humor y relataba parte de mi historia encontrando en ella momentos lúdicos.

Yo comprendí sus razones, pero también sé que ante las amenazas de muerte pasé de ser una víctima pasiva a ser un escucha activo que reflexionaba con el vulnerador; por otra parte ante tanta violencia decidí bajar el estrés y decidí transformar las manifestaciones de sus crímenes de odio en actos de estética y creatividad. Fue así como inicié el proceso de hacer ramos de flores para adornar mi casa con las que conformaban las coronas mortuorias que me enviaban los agresores, incluso aprendí a disfrutar las estéticas entre “kitsch” y “naif” de las esquelas y sufragios que me enviaban a casa.

Igualmente sé que la abogada tenía razón: si otros no sienten el dolor o la emoción narrada en la historia, es probable que tampoco sientan la importancia que tienen los hechos y hasta que parezcan intrascendentales.

Este día me sorprendió la pregunta de un policía quien me increpó por solicitar asilo proviniendo de un país democrático como es Colombia. Le respondí que si algunos políticos españoles reconocieran quien es nuestro presidente muy seguramente no querrían quedar con él en la misma foto, pero que comprendía que era la diplomacia y la política internacional y por eso mismo sabía que la imagen de la democracia colombiana en el exterior no es la misma que vivimos muchos colombianos y menos la que poseemos quienes hemos sido víctimas, ya sea de la guerrilla, los paramilitares o de algunos agentes del estado que se toman atribuciones que no les han sido concedidas.

Luego se abrir la boca pensé en la necesidad de ser políticamente correcto, pero me tranquilicé pensando que es necesario que se conozca que hay otra Colombia en la que muchos somos víctimas de una guerra en la que no elegimos hacer parte.

La formación fue llenando mi tiempo, pero cuando vino mi primer verano me encontré con la necesidad de buscar una nueva vivienda; vivía en casa de uno de mis maestros en el doctorado. Visité a un colombiano que vivía en un pueblo cerca a Valencia y quien es el primer asilado político y por discriminación sexual es España. Durante dos meses viví en su casa y como pago le ayudé a escribir su historia de su vida como militante del M19, como victima de agentes de la policía y como asilado; su historia particular se unió en muchos momentos a la mía, pues incluso juntos trabajamos apoyando a menores que eran víctimas de la explotación sexual comercial en la zona centro de Bogotá.

No tener que asistir a clases me hizo repensar la idea de estudiar algo relacionado con salud, tema en el que se centraba parte de mi trabajo en los últimos 25 años. Aconsejado por una hermana solicité ser aceptado en el doctorado en Enfermería y cultura del cuidado en la Universidad de Alicante, solicitud que me fue confirmada. Esto supuso un cambio substancial en mi existencia, debía vivir entre Alicante y San Sebastián. Decidí que mi base sería el País Vasco y ser inmigrante interno por algunas temporadas en Alicante.

Me acerqué a DecideT, la Asociación LGBT de Alicante, me ofrecí como voluntario y algunos meses después me hice socio y fui contratado para trabajar en prevención por el poco tiempo en el que se ejecutaba un proyecto con hombres vinculados al trabajo sexual. Por fin me sentí plenamente realizado por estar estudiando y trabajando en los temas que más me apasionan; desde entonces he trabajado en prevención en diferentes proyectos, he hecho investigación en poblaciones vulnerables, he culminado en los dos doctorados los estudios avanzados e incluso obtuve una pequeña beca para poder dedicarme con más tiempo a producir teóricamente. Tengo la sensación de que mi vida retoma en buena parte su rumbo y que puedo hacer lo que yo deseo, lo que más me gusta y percibir un salario por ello.

Mi vida continúa entre Alicante y San Sebastián, entre el estudio y el voluntariado, entre la lectura y la escritura, continúa sin dejar de lado mi lucha política por los derechos de las minorías sexuales en Colombia y otros temas políticos que me convocan.

Me es extraño pensarme inmigrante, pero igualmente sé y siento que lo soy. Me veo como cualquier inmigrante afectado por la multiculturalidad, por la construcción de relaciones interculturales, por las leyes de inmigración, por las relaciones con mis coterráneos que no siempre tienen comportamientos ejemplares, por ser clasificado “latinoamericano” o “colombiano” y por el efecto de las lecturas amañadas sobre la latinoamericanidad o la colombiedad que muchos españoles tienen y que igualmente es alimentada por los medios, y por los propios colombianos y latinoamericanos.

Por supuesto vivo legalmente en España, puedo hacerlo durante el tiempo en que está en trámite mi asilo y además tengo un permiso para trabajar. La situación económica en el mundo no es la más boyante, pero las dificultades económica se viven aquí o en cualquier otro lugar del mundo.

Ser un inmigrante tiene algunas ventajas; en mi caso, por ejemplo, la posibilidad de hablar con la familia con más asiduidad de lo que lo hacía estando en mi país, otra es que la distancia se convierte en una ocasión para saber quiénes son verdaderamente tus amigos/as, y para construir nuevos vínculos afectivos, nuevos espacios de lealtad y complicidad; es también una oportunidad para conocer el mundo, otras culturas, otras maneras de vivir el cuerpo, las relaciones sociales y de lealtad, otras historias políticas, de pobreza, de discriminación y de desarrollo personal y social.

El aprendizaje más importante en esta nueva vida ha sido darme cuenta que las barreras mentales no apoyan mucho la convivencia con otras personas, la aceptación de otras culturas, el reconocimiento de otras maneras de emocionarse frente al mundo, tener otras explicaciones y experienciar otras vivencias.

He aprendido que esas barreras pueden derribarse en cuanto comprendemos que la gran mayoría de las veces ellos y ellas no actúan en contra mío, sino desde sus propias necesidades, posibilidades y expectativas, y que generalmente sus explicaciones son tan válidas como las mías. Sé que aun cuando parezca que estamos en la otra orilla, en verdad estamos del mismo lado, porque no logramos darnos cuenta que todos estamos frente a un mismo lago. He asimilado que el acuerdo es posible, especialmente cuando logro darme cuenta que en el fondo de toda disidencia también hay algunos elementos en común. No siempre es fácil, no siempre es posible, pero es maravilloso darse cuenta que a pesar de tanta diferencia e incluso de tanta indiferencia la convivencia solidaria y democrática puede ser una realidad.

Lo que no he podido aceptar en que algunos violentos sigan considerando que “tapar la boca con tierra” o desaparecer las personas es una forma de conciliar la contradicción. Me es difícil asumir que algunas personas no puedan aceptar que otras y otros vivan, expliquen o se emocionen ante la realidad de una manera diferente a esa que ellos consideran el “deber ser”, la verdad absoluta o la única respuesta posible.

[1] Manuel Antonio Velandia Mora es Sociólogo, Filósofo, doctorando en Enfermería y cultura del cuidado y en psicopedagogía. Actualmente se desempeña como Coordinador General de La Asociación DecideT y realiza un programa de prevención del Sida y las ITS con trabajadoras sexuales transexuales y travestis.
[2] El proceso de homologación es algo demorado, pasó año y medio entre el momento en que entregué todos los documentos exigidos y la resolución que me informaba que debería cursar tres asignaturas, que equivalen a cinco cursos, que actualmente tomo.